miércoles, 2 de mayo de 2007

Siempre nos quedará Madrid

Había pasado mucho tiempo, quizá una década, desde la última vez. Se había enfriado el amor y también el desamor, y consiguieron que aquel encuentro funcionase de forma cordial, casi como entre dos compañeros de oficina que coinciden en la playa durante las vacaciones. Ella lucía un embarazo avanzado de padre huido y él, gesto de escéptico satisfecho de su condición. Se pararon en un semáforo del centro.

- Madre mía, no esperaba verte así.

Era verano y ella, enfundada en un vestido que la hacía parecer aún más preñada, lamía un helado con verdadera devoción.

- ¿Pero es que esperabas verme?

Allí siguieron, sorprendiéndose mutuamente durante cinco minutos. Tras descubrir que caminaban en la misma dirección, avanzaron juntos algunos metros de la acera, hablando de terceras personas y asuntos tangentes a ellos, hasta que se produjo otro encuentro. Una amiga de ella, a la que no veía desde que terminaron la escuela, se dio de bruces con los dos. Se abrazaron, rieron nerviosas, se pusieron coloradas; se dijeron más cosas con los ojos que con la boca, y dejaron demasiadas frases sin acabar. La amiga se marchó con prisa, como siempre, y la extraña pareja siguió paseando hasta que sus direcciones dejaron de ser compatibles. Quedaron en llamarse sin darse los teléfonos y se mostraron contentos de haberse visto. Lo último sí era verdad. Aquella misma tarde, la amiga llamó a otras conocidas para comunicarles la feliz noticia: había visto a A y B juntos por la calle y estaban esperando un hijo.

Felices desencuentros.

Hormigas voladoras


No puedo dormir, y llevo demasiadas horas dando vueltas en la cama como para avergonzarme de que alguien me vea despierta, así que contaré una historia que, en cierto modo, es mi historia.

A mí me encantaba estar allí...

Aún no entiendo como lograría arrastrar a mi pobre madre tantas tardes a aquel banco, para después abandonarla en medio de mi silencio y rodeada de jubilados, amas de casa y niños de teta que trataban de olvidar lo feos que son los agostos en Madrid. Sentarse allí en paz y armonía constituía toda una victoria, tras tantos años en los que la heroína nos había desterrado a las madres y a los niños de los mejores columpios del barrio.

Yo no estaba ya en edad de tirarme por el suelo a observar insectos -aunque reconozco que me habría encantado hacerlo-, pero tampoco conseguía integrarme en diversiones más adultas. Lo único que me apetecía entonces era sentarme a la hora en la que el sol se ha ido pero aún calienta la calle y dejar volar la cabeza, mientras los aspersores de los jardines se ponían en marcha, uno detrás de otro, como bailarinas que ensayan en la barra.

Por eso me gustan tanto los días nublados, porque su luz es como la de aquella hora de mis veranos, en la que la noche se iba acercando a aquel parque tan cutre pero tan acogedor, que me hacía sentir como si yo también tuviese pueblo en vez de ser un bicho desarraigado de ciudad. Las farolas, descuidadas, tardaban en encenderse, y siempre transcurrían unos momentos en los que sólo la luz de las cocinas preparando la cena iluminaba las aceras. Las hormigas voladoras salían entonces de su escondrijo (nunca sabré cuál es), y se abalanzaban sobre aquellos nísperos y ciruelas tan llenos de insecticida que ningún niño se atrevió a catar jamás.

Era una orgía veraniega de mentira, una especie de farsa que reproducía lo que seguramente sucedería a kilómetros de allí, donde los niños volverían a casa después de medianoche y las frutas sí podían arrancarse de los árboles sin necesidad de lavarse después las manos. Era una farsa, de acuerdo, pero era mi sueño de una noche de verano, y yo en aquel banco me sentía abandonada a los placeres de la vida, con un silencio pícaro, como si formase parte del juego que nadie supiera lo que me rondaba la cabeza.

Ahora me pregunto qué trajo esto de vuelta a mi memoria. Quizás haya sido el aire de la lluvia, que entra por la ventana y siempre consigue activar las regiones más misteriosas de mi cerebro. No he vuelto a ese parque desde hace más de ocho años, porque quiero hacerlo cuando me sienta capaz de no dejar que la nostalgia me impida disfrutar con el zumbido de los insectos en mis oídos. Quiero volver con algo o alguien bajo el brazo que merezca la pena. Y si tengo que esperar a ser madre, no me importa.

Será todo un honor.

Aurora


Recuerdas... me agarraste mientras nos besábamos, perdido entre el calor y la niebla, como el que sujeta una infusión en el frío de la madrugada. Yo me dejé hacer: era una muñeca rota abandonada en el rincón más triste de un desván, pero fingía tenerlo todo bajo control. El mundo se hizo raro y pequeño y nos cabía en una mano, como los insectos que atrapábamos de niños en el parque. Yo no quería soltarlo, de verdad; habría hundido mis uñas en la carne hasta hacerme sangre sólo para que aquel insecto torpe no escapase con su pata rota. Sabía que, al liberarlo, se estrellaría contra el suelo. Pero mis dedos se derritieron, y el instante se escurrió entre ellos como el aliento que se colaba en nuestras bocas.

Era una aurora fría y peligrosa, y afuera las estrellas conspiraban contra nosotros

Ley de la Experiencia


Estoy atravesando el típico proceso de angustia romántica adolescente. Pero no hay problema, ya me curaré con el tiempo. Me convertiré en una de esas mujeres serias y arregladas que viajan en el metro a primera hora, con la cabeza llena de obligaciones y rutinas. A veces se distraen, y dejan asomar a sus labios por un instante a la niña que se quedó en el camino hace tiempo... hasta que caen en la cuenta de que han llegado a su parada y se deslizan taconeando por la puerta, justo un segundo antes de que se cierre.

Aquel camino

Eras capaz de encerrar en una sola frase, incluso en la más vacía y plana, todo el misterio del mundo. Caminabas entre la basura, con los ojos algo entornados, oteando un horizonte imaginario entre los sucios ladrillos. Yo los perseguía -perseguía a tus ojos- como si fuesen gorriones, hasta que los veía detenerse en la barandilla de algún balcón. "Mira, ahí vivía yo antes", decías señalando una casa que, con el simple impulso de tu dedo, se volvía encantada. Me quedaba atribulada, como si aquello fuera un potente enigma, como si en vez de palabras fueran pirámides egipcias. Y ya invertía el resto de la tarde en perderme por sus laberintos.



Créeme, hubo días en los que te habría seguido hasta el fin del mundo.

Antes


Three ways to fall out of love. Orange Photography Blog


Te quería tanto que me sumergía en el tiempo y el espacio y perdía de vista mi cabeza. Alguien tenía que gritarme para que yo volviera en mí, y le oía desde lejos; y cuando por fin llegaba a mis oídos, débil, el eco de su voz, yo le preguntaba desorientada en qué estaba pensando. "En él, estabas pensando en él", me decía, "le quieres tanto...".

Te quería tanto que las nubes se confundían con las calles, y el cielo se quedaba en blanco de tanto mirarlo. Me jugaba mi suerte a los dados, y andaba por ahí matando margaritas. Te quería tanto, que pisoteaba mis ilusiones y las de los otros porque nunca miraba por dónde iba; sólo avanzaba con los ojos perdidos en tu horizonte.

Te quería tanto que me salía fuera de mi cuerpo para intentar abrazarme desde ti, pero mis manos no llegaban tan lejos. Tanto, que las estrellas se colaban en mi cuarto por la noche y me zumbaban en los oídos hasta que me sangraban. Había días en los que no podía caminar porque el amor me había convertido en un gato sin bigotes.

Te quise tanto que tuve que dejar de quererte.