Saltaba a la vista que no era de aquí. Sus ojos eran de un color imposible, extranjero: así lo miraba todo, como un espectáculo. Contemplaba al país que se despertaba gris y de uniforme y se acostaba con los ojos pintados mientras todas las hormiguitas de aquí corríamos entre sus pestañas repartiendo pasquines, programando protestas, conspirando contra el poder... Nos sentíamos escalofrío en la espina dorsal de esta ciudad de provincias que, de noche, era nuestra. Ella nos observaba divertida, como una niña que vigila a los insectos de su jardín.
Verla correr delante de los botes de humo silenciaba los ruidos de los porrazos y las pisadas, como fotogramas a cámara lenta; la escena adquiría así la delicadeza de un ballet ruso. Y, cuando me agarraba de la mano y gritaba "Vamos", sorbiendo la v como el último tiro de un cigarro, la música de la orquesta me ensordecía y no podía sino seguirla en su danza. Los cascos, las viseras transparentes, las botas con la puntera reforzada: todo aquello describía trayectorias que nos hacían cosquillas en la nuca y que nosotros creíamos saber esquivar; sin embargo, que no nos alcanzasen no era más que otro de los malvados planes del destino. No me sentía amenazado, no comprendía la angustia de mamá y papá cuando entraba por fin en casa, jadeando pero feliz, y los encontraba frente al telediario: los rostros también teñidos de estupor y de blanco y negro. Ahora sí lo entiendo: esa angustia se anuda a mi garganta cada vez que lo recuerdo todo. Dulce pájaro idiota de juventud, supongo.
Los malvados planes del destino la sentaron una mañana junto a mí en la cafetería de la Facultad; minutos antes, seguramente ante el espejo de su casa o la de uno de sus barbudos amantes, la habían peinado con electricidad estática. La combinación entre aquellas corrientes eléctricas y la lluvia que inundaba el día hicieron el resto de mi locura. Desde el principio, me habló en segunda del plural: "Tenemos que", "Luchamos por"; y el síndrome de Estocolmo me arrojó rápido a los pies de aquella Patricia Hearst. Intuía que había mucho dinero en su familia, nunca supe cuánto; ella vino a España huyendo de todo o de la nada y rehusaba hablar del tema.
Se acostó con todos mis amigos antes que conmigo, y después de acostarse conmigo siguió acostándose con todos mis amigos. Pero cuando Patricia Hearst hacía su aparición en aquellos ojos extranjeros y aquellos labios maldecidores y judeomasónicos se me olvidaba todo: incluso el dinero que mamá me había metido en el bolsillo del pantalón para desayunar y que ella ya había cogido "prestado", no sin después deslizar su índice por mi bragueta en señal de agradecimiento. Yo ya me daba por pagado. Después, cuando Hearst se iba y dejaba a la niña abrazada a su almohada, jamás encontraba un motivo que me impidiese abrazarla y escuchar sus dudas, expresadas en confuso español de lengua de trapo, de muñeca de trapo. Y yo me reclinaba sobre ella y la lamía, como hacen las gatas con sus cachorros, buscando las heridas transparentes.
Mi Patricia Hearst se cansaba de todo: la carrera, Dylan, Cohen, Kerouac, Marx, Trotsky... el mundo se extinguía bajo sus pies ansiosos y yo, iluso de mí, pensaba que era el único que conseguía no hartarla. Por eso, pensé, me confió su misión secreta, el sino entre sus sís y sus noes: la libertad del pueblo oprimido, el erotismo de lo paramilitar, las selvas del norte de España y todo lo que aparecía en las novelas de Hemingway. Desde que pronunció aquello de la lucha armada, el señorito que mis padres educaron en aquel colegio de curas se abrió paso en mí y dejé de escuchar. Sólo se me venían de vez en cuando como olas resacosas algunos de los nombres de sus camaradas: todos me sonaban a varones toscos y nobles, valientes; eran hachazos en mi tronco. Hasta ella, que era tan dispersa y tan cósmica, supo abstraerse de su galaxia y advertir que yo no estaba de acuerdo; y no sólo eso: que, en aquel momento, la desaprobaba profundamente.
Llámese celos o envidia, llámese conformismo o comodidad, yo veía ya encauzadas mis aspiraciones y no quería volver a correr delante o detrás de nada, prefería sentarme a contemplar cómo la Historia transcurría, sin necesidad de intervenir más en ella; una manifestación al año, en todo caso, y pronunciarme en las urnas. Tras tantos cambios, había sueños que me sonaban a chiste. Ella se enfrío -le decepcioné profundamente- y se marchó al Norte en busca de los hombres de Hemingway y del pueblo sincero y unido del que hablan todas las mentiras, sean en el idioma en que sean. Volvió a Madrid en contadas ocasiones: cada vez que la democracia amenazaba con tropezar, allí estaba ella, mi bella paramilitar fichada, dando la cara y arriesgándose a que la policía la detuviese en cualquier manifestación lluviosa. Llegaban a mí los rumores de su paso por la ciudad, en boca de amigos que no sabían callarse ni en presencia de Mariluz, mi novia; e, interiormente, yo me sentía homenajeado por aquella ceremonia que ella repetía, como una flor en medio de tanta dinamita. Un día, no sé cuándo fue, se esfumaron los motivos por los que antes salíamos a la calle, y seguramente ella emigró a otro país donde aún quedase mucho (visible) por lo que pelear.
Hoy, azotado por el insomnio, la vi de nuevo en un reportaje sobre la transición que la televisión emitía de madrugada: rostro grave y enlutado, capucha negra, gafas ahumadas, un ramo de claveles rojos y el puño izquierdo alzado; mi Patricia Hearst llorando por los abogados de Atocha. Y me he sentido como si asistiera a mi propio entierro.