Al fin llegó el día tan deseado, el de las 100 entradas publicadas. No me acabo de creer que yo haya sido tan constante como para llegar hasta aquí, ni siquiera ahora, cuando esta reflexión llega en lo que parece una de las muchas mesetas de una prolongada racha sin creatividad. Hice muchos planes para hoy, pero como casi siempre me pasa, no les he encontrado aplicación práctica. No me veo capaz de hacer un balance, ni crítico ni no crítico, sobre este casi año escribiendo en blogger. Ni siquiera creo que pueda currarme un fotomontaje kitsch con tartas de cumpleaños.
Existen muchas teorías acerca de los silencios en el papel. Están los artistas torturados, que dicen que necesitan desamor y frustración para ser creativos. Están los que dicen que son los acontecimientos felices de su vida -el nacimiento de un hijo, la pareja definitiva- los que les empujan a escribir. Yo no sé en qué grupo encuadrarme: sé que ahora soy muy feliz, pero también sé que, por extraño que parezca, nunca dejé de serlo, por negro que se presentara el horizonte. La felicidad nunca dejó de aparecer por alguna esquina de mis días. Y no pienso que el mérito sea mío o de mi religión, más bien parece una hormona, un destino fisiológico al que estoy abocada. También sé que dos de las cosas que más incondicionalmente feliz me hicieron fueron leer y escribir. Y aunque muchos critiquen a los frikis que se encierran en videoclubs, tiendas de cómics o bibliotecas y leen la vida que otros escribieron en vez de vivirla, yo seré siempre partidaria de combatir las malas y las buenas rachas embebida en las canciones, poesías o historietas de otros, porque constituyen un universo intransferible en el que soy capaz de ponerme en paz con los demás, pero sobre todo conmigo misma.
Por eso últimamente sólo publico cosas que leí en otros. Yo, como aquel sabio del que no recuerdo el nombre, prefiero enorgullecerme de los libros que he leído que de los que he escrito.
Y hoy, día de la entrada número 100, me enorgullezco de haber encontrado un comentario perdido entre las páginas de
www.elpais.com. Se hablaba de amor y de estudios científicos, del eterno combate entre química y psíquica, del porcentaje de culpa de nuestras tonterías que podemos endosar a las hormonas, y entonces alguien dijo esto:
"El amor es una droga. Lo sé porque viví 7 años con una mujer, a la que mi parte intelectual me decía que dejase. Sólo conseguí irme cuando me quedé sin dinero en el culo del mundo (Chile). Ahora ya no me maneja con sus efluvios químicos. Pero confieso que después de dos años sin verla sigo enamorado. Si no, ¿por qué sigo mandándole dinero a México? Me ha llevado dos años admitirlo. Sigo enamorado. Y mi parte intelectual sigue diciéndome que debo buscar otra mujer. Por cierto, tengo un doctorado, pero ella sabe dominarme como si fuera un niño de primaria. Sus feromonas se quedaron atrapadas en mis receptores sensoriales y ya no puedo recibir más mensajes químicos. Necesito que alguien me desinhiba para poder recibir otras sensuales feromonas."
Y después de tanta franqueza y de tanta ironía, mi capacidad crítica ha vuelto a quedar desarmada, y sólo acierto a imaginarla a ella en todas las chicas de las fotos que veo, sonriéndose pensativa en cualquier desierto lejano mientras piensa en otra estrategia maquiavélica con la que tensar los hilos de su caballero donante. Y pienso sobre todo que ella, aunque no lo sepa, también está enganchada.
Como yo.