Mis enemigas y yo cuando íbamos a fiestas temáticas de los sesenta
Aviso: estos días estoy sufriendo un ataque de sinceridad deslenguada. Ruego no me lo tengáis en cuenta.
En el instituto me forjé dos enemigas. Este es un paso obligado en cualquier adolescencia histérica que se precie.
De una me hice enemiga porque quise. O porque me vi en el deber. Es que era mala. Maltrataba gorriones, hacía comentarios soeces y birlaba novios ajenos. También era inculta. No sabía conjugar bien los verbos. Me sentí, por tanto, en la obligación de odiarla.
A la otra, en cambio, no quería odiarla. De hecho me resistí todo lo que pude y más para convertirla en mi enemiga pero... ¿qué hacer si ella ya me había convertido a mí en la suya? Me odiaba, oh, cómo me odiaba (siempre pensé que algún día diría esto, pero con otro verbo). Me odiaba tanto que a veces rozaba el erotismo, se le notaba que yo excitaba algo incontrolable en su ser. Las tías sois muy raras, pensaréis los hombres. Envidia, opinaréis las chicas. Empezó como una rivalidad en las notas que no quise tomarme muy en serio, pero pronto derivó hacia cosas más serias del tipo "qué pija es M que siempre lleva ropa de marca" o "M va peinada como Cristobal Colón". El caso es que fui débil, compañeros, y me dejé liar; me vi sumida en aquella espiral de violencia y terminé odiándola yo también. Al principio era sin saber por qué, por inercia. Tengo que decir que enseguida encontré motivos y hoy he logrado recordarla con verdadero resquemor. Qué afán de superación el mío.
Gracias a las redes sociales como aquella de la que hablaba Verdú el otro día y a mis dotes rastreadoras (que a veces me asustan) he encontrado a ambas en la red. Y me llena de orgullo y satisfacción comunicar que la primera se está quedando calva (¿el ataque de gorriones vengativos?) y que a la segunda... ¡a la segunda se le ha quedado una cara de gilipollas...!
En el instituto me forjé dos enemigas. Este es un paso obligado en cualquier adolescencia histérica que se precie.
De una me hice enemiga porque quise. O porque me vi en el deber. Es que era mala. Maltrataba gorriones, hacía comentarios soeces y birlaba novios ajenos. También era inculta. No sabía conjugar bien los verbos. Me sentí, por tanto, en la obligación de odiarla.
A la otra, en cambio, no quería odiarla. De hecho me resistí todo lo que pude y más para convertirla en mi enemiga pero... ¿qué hacer si ella ya me había convertido a mí en la suya? Me odiaba, oh, cómo me odiaba (siempre pensé que algún día diría esto, pero con otro verbo). Me odiaba tanto que a veces rozaba el erotismo, se le notaba que yo excitaba algo incontrolable en su ser. Las tías sois muy raras, pensaréis los hombres. Envidia, opinaréis las chicas. Empezó como una rivalidad en las notas que no quise tomarme muy en serio, pero pronto derivó hacia cosas más serias del tipo "qué pija es M que siempre lleva ropa de marca" o "M va peinada como Cristobal Colón". El caso es que fui débil, compañeros, y me dejé liar; me vi sumida en aquella espiral de violencia y terminé odiándola yo también. Al principio era sin saber por qué, por inercia. Tengo que decir que enseguida encontré motivos y hoy he logrado recordarla con verdadero resquemor. Qué afán de superación el mío.
Gracias a las redes sociales como aquella de la que hablaba Verdú el otro día y a mis dotes rastreadoras (que a veces me asustan) he encontrado a ambas en la red. Y me llena de orgullo y satisfacción comunicar que la primera se está quedando calva (¿el ataque de gorriones vengativos?) y que a la segunda... ¡a la segunda se le ha quedado una cara de gilipollas...!