miércoles, 2 de mayo de 2007

Hormigas voladoras


No puedo dormir, y llevo demasiadas horas dando vueltas en la cama como para avergonzarme de que alguien me vea despierta, así que contaré una historia que, en cierto modo, es mi historia.

A mí me encantaba estar allí...

Aún no entiendo como lograría arrastrar a mi pobre madre tantas tardes a aquel banco, para después abandonarla en medio de mi silencio y rodeada de jubilados, amas de casa y niños de teta que trataban de olvidar lo feos que son los agostos en Madrid. Sentarse allí en paz y armonía constituía toda una victoria, tras tantos años en los que la heroína nos había desterrado a las madres y a los niños de los mejores columpios del barrio.

Yo no estaba ya en edad de tirarme por el suelo a observar insectos -aunque reconozco que me habría encantado hacerlo-, pero tampoco conseguía integrarme en diversiones más adultas. Lo único que me apetecía entonces era sentarme a la hora en la que el sol se ha ido pero aún calienta la calle y dejar volar la cabeza, mientras los aspersores de los jardines se ponían en marcha, uno detrás de otro, como bailarinas que ensayan en la barra.

Por eso me gustan tanto los días nublados, porque su luz es como la de aquella hora de mis veranos, en la que la noche se iba acercando a aquel parque tan cutre pero tan acogedor, que me hacía sentir como si yo también tuviese pueblo en vez de ser un bicho desarraigado de ciudad. Las farolas, descuidadas, tardaban en encenderse, y siempre transcurrían unos momentos en los que sólo la luz de las cocinas preparando la cena iluminaba las aceras. Las hormigas voladoras salían entonces de su escondrijo (nunca sabré cuál es), y se abalanzaban sobre aquellos nísperos y ciruelas tan llenos de insecticida que ningún niño se atrevió a catar jamás.

Era una orgía veraniega de mentira, una especie de farsa que reproducía lo que seguramente sucedería a kilómetros de allí, donde los niños volverían a casa después de medianoche y las frutas sí podían arrancarse de los árboles sin necesidad de lavarse después las manos. Era una farsa, de acuerdo, pero era mi sueño de una noche de verano, y yo en aquel banco me sentía abandonada a los placeres de la vida, con un silencio pícaro, como si formase parte del juego que nadie supiera lo que me rondaba la cabeza.

Ahora me pregunto qué trajo esto de vuelta a mi memoria. Quizás haya sido el aire de la lluvia, que entra por la ventana y siempre consigue activar las regiones más misteriosas de mi cerebro. No he vuelto a ese parque desde hace más de ocho años, porque quiero hacerlo cuando me sienta capaz de no dejar que la nostalgia me impida disfrutar con el zumbido de los insectos en mis oídos. Quiero volver con algo o alguien bajo el brazo que merezca la pena. Y si tengo que esperar a ser madre, no me importa.

Será todo un honor.

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