sábado, 2 de junio de 2007

A una chica desnuda

Entré en el vagón, me senté y mis ojos cayeron de bruces sobre ella.

El destino, al sentarme frente a ella, me enseñó a quererla. Tenía una espiral dibujada en el centro de los labios y los ojos perdidos, tumbados quietos bajo las cejas, que de vez en cuando eran sacudidas por una ola suave, de ésas que balancean los barcos en las bahías. La empecé a mirar a escondidas, después con algo más de descaro y, en las últimas estaciones, sin el más mínimo respeto, dejando caer mi periódico sobre las piernas, a la espera de que reparase en mi presencia desde allá donde quiera que estuviese. Todo el vagón me miraba mirarla, en un juego de voyeurs que me complacía y me hacía sentir mal a partes iguales.

Ese espacio compartido por nosotros dos me enseñó a quererla, como digo: descubrí sus lunares; las esquinas de su pecho, que dice Ferreiro; el compás de sus respiraciones; la v que juntaba sus muslos; adiviné sus pantorillas tras la falda y juraría que un dedo se movió debajo de sus playeras. Yo seguía esperando a que me devolviese la mirada desde su espejo girado, pero llegué a mi parada y las puertas se abrieron.

La dejé desnuda sobre mi cama y me bajé del tren colorado como un tomate.

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